11/12/2015
Cristóbal Soriano charla con uno de los asistentes al acto en Ginebra / Foto: Carlos Hernández
Entre mayo y junio de 1940 varios miles de españoles alistados en el Ejército francés se enfrentaron a las fuerzas invasoras de la Alemania nazi. Entre ellos se encontraban un joven barcelonés de 20 años llamado Cristóbal Soriano y su hermano José. Ante el imparable poderío de las huestes de Hitler, las tropas francesas huyeron en desbandada. Gran parte de los soldados galos y también de los españoles se dirigieron a pie hacia el sur para intentar alcanzar la frontera suiza. La inmensa mayoría fracasó en su objetivo y fueron capturados por la Wehrmacht. Los pocos que lo lograron se encontraron con una terrible sorpresa: las autoridades helvéticas les expulsaron del país, poniéndoles en manos del Ejército nazi.
Para unos y para otros, Suiza quedó en su memoria como una asignatura pendiente, como una frustrada esperanza de libertad. Pocas semanas después la cúpula del Reich y el Gobierno de Franco consensuaron cuál debía ser el destino de todos esos españoles. Más de 9.300 hombres y mujeres fueron deportados a los campos de concentración nazis para ser exterminados. Solo uno de cada tres logró salir con vida de allí; Cristóbal estaba entre esos afortunados; su hermano José, no.
«Estoy cansado pero feliz de estar aquí. Es la primera vez que estoy en Suiza», afirma sonriente Cristóbal al aterrizar en Ginebra. A sus 96 años, ha viajado hasta aquí para compartir su durísima experiencia con un grupo de estudiantes, profesores y padres de alumnos del prestigioso Colegio Internacional de Ginebra.
Cadáveres apilados junto a las barracas de Mauthausen
Un relato descarnado sobre la vida y la muerte en los campos nazis
«Gracias por venir a escucharme. Me alegro de ver tanta gente joven en esta sala. Es muy importante que vosotros conozcáis lo que ocurrió». Tras estas sentidas palabras, Cristóbal comienza a desgranar sus recuerdos. Su vida es una historia de lucha. Con 17 años trató de alistarse en el Ejército republicano para luchar contra los golpistas encabezados por el general Franco. Debido a su excesiva juventud fue rechazado y tuvo que esperar, algo más de un año, para incorporarse a la llamada “Quinta del biberón”. Participó en batallas como la de Guadalajara o la del Ebro y terminó refugiándose en Francia tras el triunfo fascista. Tras pasar por los campos de concentración franceses de St-Cyprien y Gurs se presentó voluntario a la Legión Extranjera para hacer frente a la inminente invasión alemana.
En junio de 1940 fue hecho prisionero por las tropas nazis: «Los soldados alemanes que nos capturaron nos querían matar; pero su oficial les ordenó que no lo hicieran porque debíamos ser tratados como prisioneros de guerra». La casualidad quiso que en los primeros días de cautiverio se reencontrara con su hermano José, que había resultado herido en un brazo. Durante más de cuatro meses permanecieron en un campo de prisioneros de guerra donde trabajaban duro pero, más o menos, recibían un trato correcto. «Eso duró hasta que un día se produjeron las conversaciones entre Madrid y Berlín. Hitler le preguntó a Franco qué hacía con nosotros. Y Franco le dijo que no nos quería porque éramos un peligro para su Régimen».
José Soriano, hermano de Cristobal, asesinado en la cámara de gas del castillo de Hartheim
Ese diálogo culminó en septiembre de 1940 con una visita del ministro de la Gobernación de Franco, Ramón Serrano Suñer, a Berlín. Sus reuniones con Hitler y con Himmler concluyeron con una sentencia de muerte para los prisioneros españoles, que fueron inmediatamente deportados a campos de concentración.
«Nos subieron a un tren y nos llevaron a Mauthausen. Allí moría mucha gente cada día: de hambre, de frío, apaleados, a tiros… El crematorio no dejaba nunca de funcionar. Y ese humo, ese olor a carne quemada… Yo, aún hoy que han pasado más de 70 años, no puedo comer carne a la brasa. No puedo soportar ese olor». Según avanza en su relato, el silencio en la sala del Colegio Internacional de Ginebra comienza a cortarse. En los rostros de algunos asistentes asoman las primeras lágrimas.
«Mi hermano, como estaba herido y no podía trabajar, fue trasladado a Gusen. Yo me fui tras él aunque sabía que ese campo era aún peor que Mauthausen. Pasamos unos meses juntos hasta que se lo llevaron al castillo de Hartheim y lo mataron». José Soriano murió en la cámara de gas de ese siniestro lugar en la que también perecieron, al menos, otros 448 españoles.
Profesores, padres y estudiantes observan los recuerdos de Cristóbal / Foto: Carlos Hernández
Siempre al borde de la muerte
«Un día, un prisionero de los que trabajaban para los SS me cogió a mí y a otro compañero “polonés”. Nos llevó a un cuarto donde estaba matando a un español. Me quedé helado. Creía que nos había llevado allí para cargar con el cadáver pero no fue así. Cuando acabó con el español empezó a apalear al “polonés” hasta que lo mató. Luego me tocaba a mí pero, en ese momento, llegó un SS y al comprobar que yo era joven y podía trabajar, le ordenó que no me matara. Me salvé por un pelo…».
No fue, ni mucho menos, la única vez que estuvo a punto de morir, pero Cristóbal fue teniendo suerte y contó con una importante ayuda: la solidaridad que hubo entre los prisioneros españoles. «Los que tenían un buen trabajo y podían, robaban zanahorias o patatas y las repartían entre los más hambrientos. Un compañero me enseñó a tallar la piedra y gracias a que conseguí ese trabajo, que era útil para los nazis, pude llegar con vida hasta la liberación».
El rostro de Cristóbal se ilumina al hablar del 5 de mayo de 1945: «Se abrieron las puertas y llegaron los americanos. ¡Uffffff! No puedo describir lo que sentimos en ese momento». De los 9.300 españoles y españolas que pasaron por los campos de concentración nazis, más de 5.500 no pudieron contemplar ese hermoso día. Los supervivientes arrastraron secuelas físicas y psicológicas: «Hubo muchos, entre ellos algunos amigos míos, que se suicidaron porque no soportaban cargar con los recuerdos».
El viejo luchador barcelonés consigue acabar su intervención sin perder la serenidad pero la emoción acaba retorciendo su rostro cuando recibe la cerrada ovación de los asistentes. Sus ojos permanecen ya vidriosos mientras dos músicos interpretan un pequeño concierto en su honor y en el del resto de sus compañeros deportados. «Estoy muy feliz de estar aquí. Muy feliz», sigue diciendo Cristóbal mientras ve cómo los jóvenes y no tan jóvenes se interesan por las fotografías y otros recuerdos que él y su hijo Jacques han traído desde Francia. «Eso sí, tengo que decir que estoy muy preocupado por el auge de la extrema derecha en Europa -comenta en una improvisada charla final-. Y solo espero que no haya una nueva guerra».
Esos son sus últimos mensajes de un viaje inolvidable. Un viaje en el que Cristóbal Soriano, representando a miles de deportados españoles, alcanzó por fin la frontera suiza; con 75 años de retraso pisó la tierra con la que tanto soñó y que representaba la libertad, la seguridad y la vida frente a la barbarie fascista.